Recuerdos de mi infancia
Comencé a escribir mis
recuerdos
Me gustaría contar cómo fue
mi niñez, pero seguramente antes de eso deberé ponerlos en contexto para que
puedan comprender la dimensión de lo que les pueda narrar. Intentaré hacerlo de
una manera simple, sin vueltas, lo más llano que pueda escribir.
Nuestra niñez fue algo
maravilloso. Éramos ocho hermanos que disfrutaban de crecer juntos en una casa
de campo a 25 km de la ciudad capital: “La Santa María” que se erguía sobre la
Cuchilla Grande de Montiel a 2 Km de un poblado en Entre Ríos. Las cuchillas
son elevaciones, especie de lomadas encadenadas, que se extienden de Norte a Sur en las
provincias mesopotámicas, de no más de 100 metros de altura. Son lomadas
suaves, verdes y parejas. Sobre la cuchilla grande de Montiel, está construida
“La Santa María”.
Sauce Pintos, así se llama
mi pueblo, se encuentra en el Distrito Espinillo del Departamento Paraná. Aún
hay una controversia sobre su nombre, ya que muchos le dicen Sauce Pinto, sin
la ese final. A decir verdad, la primera familia y dueña de esos terrenos fue
la familia Pintos. El nombre compuesto por la denominación del arroyo El Sauce,
que corre por esas tierras y el apellido de la primera familia en habitar esos
pagos, da el nombre a la localidad. Por eso me gusta pensar que es Sauce
Pintos. Esta población está diseñada en
tres calles paralelas y dos perpendiculares,
sin nombres. La escuela Provincial N°33 está ubicada justo en la manzana
del centro del pueblo. Frente a ella, en media manzana, se erige la capilla
católica Virgen de Luján. Y todo alrededor las casas de los pobladores. Algunos
son chalecitos, otras casitas bajas. En la calle principal, que no tiene
nombre, en la punta Este está el almacén de la familia Garberi; y en la punta Oeste
se encuentra el almacén de la familia Dellizzotti. En la misma calle, justo a
la mitad y frente a la manzana de la escuela, se encuentra la Oficina del Teléfono
Público. Y frente al almacén de Dellizzotti está la Estafeta del correo que atiende
doña Chela. A dos kilómetros hacia el sur se levanta “La Santa María”. Allí nací y me crie con mis hermanos.
“La Santa María” es una
vieja casona de techo de chapa a dos aguas, que se erige de Norte a Sur. Dos
grandes galerías de baldosas rojas, daban sobre el Este y el Oeste y allí mi
madre tenía todas las macetas con sus plantas. La entrada a la casa era una
tranquera de madera, y un camino en subida que llegaba a un bosquecito de tipas
enormes y frondosas. En la primavera el camino se llenaba de flores quedando
como un tapiz salpicado en oro. Luego había una puerta de caño y alambre, ese
que parece un nido de abejas, de dos
hojas, por donde se ingresaba a la casa propiamente dicha. Ese trayecto tenía
unos cincuenta metros en subida y el final se encontraba esa magnífica casa de
campo con su cartel sobre la pared, en chapa esmaltada azul y letras blancas
donde se leía su nombre. La Santa María. Mis padres la compraron y ya tenía ese
nombre y cómo nosotras, las mujeres de la casa éramos tres Marías, creo que les
gustó o fue casualidad y se lo dejaron. A la casa se ingresaba por la zona
Oeste, por la galería al comedor de diario. Y de allí se distribuían el resto
de las habitaciones. Un comedor de recibo, con el juego de comedor provenzal de
color oscuro de petiribi y un baúl de
madera muy antiguo pintado de azul cobalto muy oscuro. Desde ese lugar se pasaba
a los dormitorios que daban al sur. Los tres dormitorios se comunicaban entre sí
con el del medio. Tenían grandes ventanales de madera con postigos y rejas por
fuera. Desde allí se veían los árboles, las palmeras centenarias y el jardín.
Dos de esos dormitorios tenían una puerta que daba a las galerías. Cuando hacía
calor esas puertas se abrían para crear corriente en las noches de verano, y
hacer más fresca las habitaciones. Era una casa hermosa, grande, luminosa.
Desde esa altura se veían los campos verdes y los sauces del arroyo. Me gustaba
subir al techo y sentarme en la cumbrera, la vista desde ese lugar era
magnifica, aun la tengo grabada en mi memoria tan nítida que con solo cerrar
los ojos puedo sentir el aire sobre mi cara, o los rayos del sol sobre mi
cabeza.
Recuerdo de niña, dormía con
mi hermana Rosario, a quién decíamos Pili, y con Ester, una ahijada de mi mamá
que se crió con nosotros. Indefectiblemente mi hermana mayor dormía en la cama
el medio de la habitación porque, sobre la ventana o sobre la puerta de la
galería, sentía miedo. Así que a mí me tocaba dormir sobre la ventana y era un
placer mirar para afuera, escuchando los grillos y las chicharras cantar, ver
las estrellas y la luna nocturna iluminar con sombras todo el paisaje,
especialmente en las noches de verano. Era placentera esa hora para pensar e
imaginar historias con las sombras revoloteando con el vuelo de algún ave
nocturna o algún murciélago, que solían pasar cerca de mi ventana volando de
una palmera a la otra.
La casa tenía una gran
arboleda, con una entrada de tipas, varias palmeras datileras centenarias,
muchos paraísos, algunos jacarandás y un alcanforero. También recuerdo que había
algunos árboles frutales grandes y viejos, un ciruelo, y un guindo, que yo
recuerdo. Era una casa que había quedado abandonada por mucho tiempo así que
las plantas y los arboles estaban viejos y deteriorados por falta de cuidados.
Hubo que poner mucho trabajo para que volviera a estar verde y acogedora. Como
a mi padre, Cayetano, le gustaban mucho los árboles, plantaba todo el tiempo
diferentes especies. También planto un sector con citrus y una enorme huerta de
verduras. Nosotros, aún pequeños, le
ayudábamos en todo lo que podíamos, y elegíamos entre todos los lugares para
plantar cada árbol. La huerta llevaba mucho tiempo entre desmalezar y regar. Mi
padre llegaba de la escuela y se iba a ese lugar. Regaba con un carrito
aguatero que tenía un tambor con agua. Todos esos recuerdos se agolpan en mi
mente y quieren salir a la luz, bailando en palabras por el renglón, y son tan
potentes, que se desorganizan todas y tengo que hacer un alto para ordenar mi
cabeza.
Mi madre siempre estaba
atendiendo cosas de la casa. Éramos muchos para todo. La comida y ordenar las
camas. Limpiar la casa. Barrer el patio. Siempre estaba haciendo algo. Eran
tiempos de zurcidos y costuras, de mantener la ropa en condiciones. Había
pobreza, pero una pobreza digna, de personas limpias, y prolijas. Nosotras
ayudábamos adentro de la casa, los varones afuera. Esa era lo que se hacía. Era
algo instituido. Mujeres adentro de la casa, varones afuera y cosas pesadas.
Los dos eran maestros en la
escuela del Pueblo. Mi padre el director y mamá una de las maestras. Y nosotros
asistíamos a esa escuela. En mi primer año, me tocó mi papá de maestro. Fue
raro tener que decirle: Sr. Ruberto al
papá de uno. Pero en esos tiempos era así, y se aceptaba sin preguntar. Tengo
recuerdos de ese día. Mi padre tenía mucha autoridad, pero era muy sabio y
suave para enseñar a sus alumnitos. Lo amé tanto como padre como maestro. Nos contaba
historias maravillosas y sabía tanto de las estrellas y de la naturaleza que
nos cautivaba a todos.
Mis recuerdos de cuando Vivían
mis padres juntos y éramos una familia entera no son muchos. Pero algunos son
muy fotográficos y nítidos. Admiro a mis hermanos que tienen una memoria
increíble, sobre todo a Julio, que es un año mayor que yo, porque se acuerda
con una facilidad asombrosa de cada uno de los acontecimientos que vivimos. Yo
sólo tengo algunas imágenes fieles a lo pasado y muchas re narradas por mi
memoria para la supervivencia de los recuerdos.
Igualmente esa casa que con
el tiempo fue cambiando y de estar llena de vida pasó a quedar sola y casi
derruida, en pocos años es un hito sólido y resistente en nuestra vida, me atrevo a decir de todos
los hermanos, como sujetos y como
familia.
Mientras fuimos chicos nos
encantaba salir de expedición. Eso significaba salir de la casa, atravesar
cuatro campos, cruzando los alambrados y llegar al arroyo El Sauce. Mi madre
nos visualizaba desde la casa por la altura en que esta se encontraba. Un lugar
increíble y virgen, el cual disfrutábamos jugando y armando casas y fogones. En
verano nos metíamos al agua, en alguna playita baja. El fondo era de arena
rojiza según mi recuerdo, y había mojarritas que nos gustaba pescar. Eran
tiempos felices, y no recuerdo tener preocupaciones, si bien, mi madre ya había
quedado viuda, embarazada de mi hermano Javier. Cuando mi madre nos autorizaba,
nos pedía que lleváramos una caña con un banderín en la punta, de tal manera
que ella supiera dónde estábamos ubicados y de esa manera se quedaba tranquila.
En general íbamos con Julio, y mis hermanos mellizos, a veces también iba
Javier, mi hermano menor que era muy mimado. Nos organizábamos con mochilas de
lona, que no sé quién las habría traído a la casa, pero que nos servían para
llevar todo lo necesario. Los alimentos, que generalmente eran tortas o
galletitas y saquitos de té y azúcar para tomar en el arroyo. Mi hermano Julio
era el encargado de hacer el horno en la barranca, y el fuego para calentar el
agua. Tenía todo lo necesario para hervir el té y servirlo en jarros de lata,
bien azucarado. Mientras nosotros jugábamos en el agua o buscábamos mariposas o
bichos, y veíamos pájaros en los sauces llorones que caían sobre el cañadón.
Recuerdo esos momentos de mucho sol y las chicharras cantando en la siesta del
arroyo mientras nosotros jugábamos en el agua. A mi me gustaba ver las flores y
las cortaba para llevárselas a mami. No había consciencia del cuidado del medio
ambiente, pero sin saberlo nosotros no
hacíamos basura. Al contrario, siempre que podíamos limpiábamos el lugar para
que sea apto para la próxima vez que fuéramos. Esas expediciones eran
increíbles, volvíamos felices, cansados y llenos de historias para contar y
compartir.
Añoro esos tiempos en que
disfrutábamos de eso paseos como lo más divertido de las vacaciones de verano.
En invierno, era más difícil
salir, pero a veces lo hacíamos igual. Nos emponchábamos hasta las orejas y
salíamos al arroyo. El paisaje era diferente, y el té más sabroso porque hacía
frio. Muchas veces teníamos sabañones en los dedos que nos dolían y se
lastimaban. Era el frio lo que los provocaban porque la sangre se congelaba,
eso decían las doñas, la piel se hinchaba y picaban mucho. Uno se rascaba y se
lastimaba. Ahora ya no hay más sabañones, las casas tienen mejor calefacción y eso influye mucho.
Las siestas también eran
hora de juegos. Jugábamos siempre. Con Julio teníamos varias casitas donde
hacíamos fueguitos y en latitas de atún o arvejas hervíamos huevos de gallina o
arroz, que nos daba mi mamá. Yo siempre cocinaba y también jugábamos a hacer
programas de televisión. Yo preparaba la comida y mis hermanos mellizos, arriba
de un árbol, hacían de camarógrafos. Lo que es la vida. Ellos trabajan
actualmente en ese rubro, y a mí aún me encanta cocinar, y no descarto hacerlo
de otra manera.
También teníamos un tanque
australiano, pero no de chapa, sino de paneles de cemento. Era algo diferente,
pero perdía mucha agua, así que lo usábamos con poca agua. Igual nos
divertíamos mucho allí. También íbamos a un árbol imponente, o eso me parecía a
mí, que era la cina cina. Una especie de tamarisco que se ubicaba en el
alambrado con la familia Pintos, allí jugábamos mucho. A veces la cina cina era
un avión, a veces un barco, o simplemente la casita con sus pisos. Subíamos a
ese árbol y desde allí podíamos pasar horas y horas inventando historias de
piratas y platos voladores. Su tronco era grueso y rugoso, lleno de nudos y sus
grandes ramas eran un laberinto de otras más pequeñas que usábamos de apoyo
para no caer. Allí inventamos las
mejores historias que la imaginación nos podía proporcionar. Cada uno se
determinaba un rol, los más grandes eran generales y comandantes, o jefes. Y los
otros subalternos, pero en cualquier rol éramos inmensamente felices.
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