Vacaciones en Sosa
Es febrero y hace calor. Recién amanece y camino hacia el
galpón donde está mi abuela. Hay humo y la luz se cuela por los bordados de la
cortina de la ventana del frente. Ahí está sentada, en una silla de madera y
esterilla, con su delantal sobre la falda. Su perfil se recorta y su nariz
aguileña se ve con la luz. Su cabello blanco y ondulado es corto, grueso y
abundante. Sus piernas tienen problemas y por eso casi siempre está sentada. Desde
esa posición dirige la casa y sobre todo, cocina. Allí aprendí a hacer masas,
empanadas, pastelitos de dulce, huevos rellenos y muchas cosas ricas caseras.
No consultaba ningún libro. Nunca vi uno, sólo tenía en su cabeza las recetas,
las cantidades y algún secretito que me lo decía al oído, con picardía. Las
hoyas humeaban al hervir. A veces había sólo agua, otras muchas, dulces de
higos, o zapallo, o salsas, o guisos jugosos. Los olores son un punto especial.
Se confundían con el humo y eran siempre deliciosos. Los dulces y los salados.
Abuela tenía un horno de barro afuera de la casa donde horneaba sus empanadas o
pollos o tortas y galletas con pasas. Miguel era el hombre que le preparaba el
fuego y luego sacaba todo y dejaba el horno listo para que abuela pusiera sus
manjares. Recuerdo una vez que hizo pollos al horno y contó cuantas pechugas y
patas muslos querían sus nietos y a partir de ese dato, mató y cocinó pollos
para que todos pudieran comer la presa que más le gustaba. Era muy abuela, mi
abuela Leti.
Sosa es una vieja estación de ferrocarril, y allí Vivian
los abuelos maternos, tenían un almacén de ramos generales. Era una alegría ver
pasar los largos trenes y esperábamos la zorra, que indicaba que venía una
locomotora, moviendo las vías y verificando que todo estuviera en condiciones.
El jefe de la estación nos saludaba con la mano y todos levantábamos nuestros brazos indicando que lo
veíamos y respondíamos. Nuestra niñez en Sosa, fue muy feliz. Los primos venían
de Corrientes y Buenos Aires, y con nosotros y los que vivían en Sosa, éramos
un batallón. Las madres se la pasaban charlando entre ellas, hermanas y
cuñadas. Y nosotros, los primos, jugando todo el día y a veces hasta altas
horas de la noche, en que caíamos rendidos a dormir.
Por eso me gustaba
levantarme temprano y caminar hasta el galpón donde mi abuela preparaba, desde
su silla el desayuno para todos. Tomaba mate dulce en un jarrito enlozado color
azul con puntitos blancos que estaba bastante cachado, y a mí me gustaba cuando
me lo daba con leche bien azucarada. Tengo entre mis recuerdos ese sabor suave
y dulce del mate de leche que me daba mi abuela. Así crecimos, yendo cada fin
de semana a Sosa con mi madre y mis hermanos. Eran tiempos de mucha pobreza,
pero mis abuelos lograban sacarnos la tristeza con sus historias y la alegría
que sentían al vernos llegar.
Cuando murió mi padre, yo
tenía nueve años, mi mami sintió mucha tristeza y si bien, estaba esperando su
octavo hijo, fue un momento que cambió nuestras vidas para siempre. La abuela
siguió con su rutina de cocinar y enseñarme sus secretos pero todo cambió. La
vida comenzó a darnos sus primeros mazazos, que algunos no entendíamos muy
bien, y a otros nos bloqueaban hasta dejarnos sin habla. Eso me pasó a mí.
Cuando murió mi padre, no comprendí muy bien lo que pasaba. Al morir mi abuela
Leti, quedé sin habla. Luego murió mi abuela Ana, con la que también tenía un
vínculo estrecho y poco tiempo
después, murió mi abuelo Julio que fue
algo que no podré olvidar porque se murió de tristeza al perder a la abuela
Leti. Y después la vida nos dio el mazazo de gracia. Murió mi hermana Rosario.
Ese fue el final de muchas cosas, yo tenía quince años apenas. Es decir desde
los nueve a los quince, la muerte fue como una sombra negra en todos nosotros.
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