El Mentiroso
La costa de ese
pueblecillo blanco era sencilla y simple. Casitas de dos o tres pisos, pintadas
a la cal, y hechas con adobe y cemento. Calles de piedra y caminos de arena y
ripio, subían por las lomas cubiertas de vegetación verde brillante y
reluciente. Era verano y hacía mucho calor. Un pueblo de tantos del Este, con
pescadores, y gente paseando por la costa. Un pueblo pequeño, ignoto, con un
nombre descolorido, en contraste con su gente y su belleza.
En una de esas casas
blancas con ventanas y terraza al mar, vivía Laura. Era una mujer hermosa
aunque ya pasaba los cincuenta años. Alta y esbelta. Aún tenía el glamour de su
juventud. Sus ojos profundos y grandes aleteaban con sensualidad frente a cada
bocanada de brisa que entraba por la ventana abierta. Era hermosa y sexi.
Estaba en una edad en que las mujeres son casi diosas, y saben que son capaces
de cualquier hechizo y con solo desearlo, hacen que se cumplan.
Ese caluroso medio día,
Laura leía con fruición con su diccionario de latín cerca para consultar
cualquier vocablo que no entendiera, las notas del notario, que escribió el
Testamento. Miró hacia la mesa y vio un papel. Humberto había dejado una entrada de cine, de la noche
anterior. Ella no sabía nada, porque desde hacía años no se dirigían la
palabra, ni se tocaban, ni se acercaban
uno al otro. Esa era su vida desde hacía mucho tiempo, en el más ignoto
silencio. Humberto era un manipulador y mentiroso. Por muchos años la había
tenido sometida en silencio, pero ya no. Tiempo atrás se había despertado de su
largo letargo de una manera imperceptible. Horacio no lo había notado aún. Lentamente
recordó lo sucedido. Pero estaba débil y debía fortalecerse para lograr vencer
y afrontar lo que vendría con la fuerza que heredó de su familia, ya desaparecida.
Ella tenía que
descifrar ese secreto que la tenía insomne por las noches y somnolienta durante
el caluroso día de ese verano singular.
Una mosca la cautivó repentinamente. Brillaba junto a un
antifaz con lentejuelas azules que la dejaban enjoyada como para el carnaval
que pronto se acercaba. Su mente, rápida para huir de cuestiones tediosas, se
lanzó a imaginar a esa mosca con caireles azules, desfilando en el corsódromo
de la ciudad. Casi sin darse cuenta se quedó ensimismada con esos pensamientos
con disfraces y colores resplandecientes, y se olvidó de su búsqueda incesante para
descifrar lo que debía comprender. El calor apretaba y se hacía sentir en todo
su entorno. Las cortinas livianas de
voile, flotaban con esa brisa caliente que entraba por la ventana. El viento
del Norte era muy caluroso y se hacía sentir ese febrero. Entrecerró sus ojos
en un gesto de modorra y se quedó dormida. Soñó con tanta intensidad que
siempre pensó que era una verdad consagrada. Ella que se dejaba llevar al pozo
de agua detrás de la casa y Humberto que la empujaba dentro, y caía rozando
apenas las paredes de ladrillos con musgos suaves y frescos por el agua que
pronto sintió en todo su cuerpo al chocar con ella. Estaba fría, pero no la
molestaba, se dejó flotar y estiró los brazos y las piernas en ese shock mientras
se hundía sin dejar de respirar, y con sus ojos bien abiertos mirando todo a su
alrededor.
La mente parecía en
suspenso y sus ojos abiertos veían pasar las imágenes como en una película,
pero en cámara lenta, y sin sonido. El fondo era de un color borroso y fuera de
foco, con lo cual sólo podía ver su imagen flotar y caer sin estridencias.
El secreto era ese, él
la había empujado a ese largo viajes sin fin y del cual nunca pudo volver a
salir. Su mente se quedó en ese pozo irrecuperable de musgos y lagartijas, de
agua dulce y fresca y de ladrillos húmedos y enmohecidos. Y nadie lo sabía,
sólo ella y estaba allí, sin poder expresarse como un ánima en vida, sin
reacción, muerta, penando por esa casa frente a la mar, sola y en silencio.
Perturbada pero consciente tomó la decisión de hacer conocer la verdad de lo
sucedido, y sin más se paró y comenzó a caminar hacia afuera y gritar a los cuatro
vientos su verdad.
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