Una noche calurosa de verano en Sauce Pintos



Era un verano caluroso en Sauce Pintos. Después de cenar, mi padre nos llevó a un parquecito de pasto bajo que había entre los arboles de mandarinas. Allí, acostados, con los brazos cruzados debajo de la cabeza simulando una almohada,  nos dispusimos a mirar el cielo. Era una noche calma, con aire cálido. Las chicharras cantaban en un coro monótono. El cielo se veía con un ancho camino de estrellas brillantes de diferentes tamaños. La vía láctea en todo su esplendor se lucia esa oscura noche. Mi padre nos pidió que miráramos con atención y en silencio todo ese espectro nocturno. Así lo hicimos. Pasaron varios minutos y sentí el rocío que humedecía mi espalda  y brazos. La noche estaba increíble. De pronto mi padre nos orientó para observar el sur. Y allí estaban las estrellas que formaban la Cruz, la  Cruz del sur. Todos los hermanos pudimos identificar a cada estrella con su nombre y el diseño que formaban. Entonces padre nos contó la historia. Que la Vía Láctea es una galaxia y que tiene forma de espiral. Lo que vemos en esta hermosa noche de verano, es sólo una pequeñísima parte, y es esa especie de camino que surca el cielo con una leve curva. Es nuestra galaxia, y donde se encuentra la tierra. Los griegos que eran grandes Astrónomos, y observaron con detenimiento el cielo durante siglos, la denominaron así por parecerse a un sendero de leche en el firmamento. Un camino de leche, es su significado en latín. También nos hacía observar la Osa Mayor y Menor, y el lucero del alba, que no era otro que el planeta Venus. Todas las historias de las constelaciones y datos de las estrellas, nos dejaban en silencio, observando con agudeza para ver si podíamos encontrar todo lo que nos contaban. Allí aprendí a ver estrellas fugaces. Mi padre nos ayudaba a verlas y detectarlas en el cielo. En realidad, de adulta, supe que no eran estrellas, sino meteoros, pero en ese tiempo mi admiración por mi padre hacía que todo lo que él decía era así. Lo admiraba y amaba infinitamente. Era un ser poderoso en mi vida pero, teniendo apenas nueve años, lo perdí. Pero siento que sólo su presencia física, porque su ser espiritual, me acompaña en cada momento importante de mi vida. Las pérdidas de los niños acaecidas por la muerte dejan un hoyo, un vacío muy profundo y oscuro, que nos cuesta poder rellenar. Igual la vida se encarga de hacer que ese hoyo profundo se llene de recuerdos y anécdotas según los sentimientos que se aniden en el corazón. Yo llevo muchos de esos recuerdos en ese lugar que ahora tiene luz, ya ha dejado de ser oscuro, y me produce sonrisas en la boca cuando hurgo en sus recuerdos.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Limpiar la Mente

Recuerdos, olvidos y ficciones de la niñez

Mi madre me visita en forma de mariposa, pero no blanca, sino multicolor